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Colombia, sus lastres y la paz




Por Martín Cruz Vega

Colombia es una nación privilegiada con dos mares que la proyectan al mundo entero. Es la entrada para América del Sur, poderosa ubicación geoestratégica que la hacen ‘undelicioso manjar para las potencias’. Ha tenido desafortunados bautizos, el más insípido: ‘Colombia es el patio trasero de los gringos’. ¡Cómo se les ocurre, por Dios! Nuestro país es el portal principal del gobierno de los Estados Unidos contra el Sur. Nuestra patria es inmensamente rica en recursos naturales. Con los mejores climas y terrenos para la producción agrícola en gran escala. Y en detrimento de la producción criolla, importamos hasta el maíz y la papa, entre muchos productos alimenticios. Con maravillosos destinos turísticos, con una historia de luchas por la libertad impresionantes, una leyenda de guerreros atravesando los Andes, con el respiro fogoso del más grande general de las vicisitudes y las adversidades, Simón Bolívar.


Muy a pesar de estas potencialidades, cargamos unos lastres históricos de todo tipo: odios, venganzas, estigmas, miedos, asesinatos politicos iniciados hace siglos por la corona española, descuartizamientos de indígenas y líderes comuneros, traiciones y perfidias contra el postulado emancipador bolivariano, el monstruoso asesinato de Antonio José de Sucre en 1830 en Berruecos, Nariño, procurando avanzar en esta oscura historia de afilados puñales. El asesinato a hachazos, el 15 de octubre de 1914, de Rafael Uribe Uribe demócrata y amigo de los campesinos, un ilustre personaje liberal. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948 por la misma oligarquía rancia de siempre. Con este magnicidio se tiñó de sangre hasta hoy los campos y ciudades de Colombia, cumpliéndose el mandato del Pentágono, en su cruzada anticomunista.


Y como si fuera poco, Colombia ostenta el tristemente celebre récord de haber visto asesinar, en solo 42 años, a seis candidatos presidenciales, son ellos: los magnicidios de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, caudillo liberal de ideas democráticas; Jaime Pardo Leal, candidato de la Unión Patriótica a la presidencia, fue ultimado el 11 de octubre de 1987; Luis Carlos Galán, el 18 de agosto de 1989; Bernardo Jaramillo, el 22 de marzo de 1990; Carlos Pizarro, 26 de abril del mismo año; y, finalmente, Álvaro Gómez Hurtado, el 2 de noviembre de 1995.


La verdad, estos lastres que llevamos en la espalda histórica nos han impedido construir una nación democrática, soberana y defensora de los derechos humanos, porque, entre otros obstáculos para alcanzar la paz, está incrustada dentro del Estado una Doctrina Militar Criminal y su concepción de enemigo interno. Por eso se persigue, se judicializa, se encarcela y se mata al opositor político. Ésta es la principal talanquera para construir la paz real que llegue a la Colombia profunda. Siendo así las cosas, les queda imposible a los gobiernos ejecutar políticas que nos enruten por una sociedad participativa y democrática. Además, los dirigentes de los partidos políticos que se han eternizado en el poder por centurias se han enriquecido con las bondades que les ha otorgado la guerra y, gracias a las borrascas de la confrontación armada, han engrandecido sus propiedades de tierra y su dinero en los bancos.


Colombia necesita autonomía, autodeterminación, soberanía y una doctrina militar moderna, unas fuerzas armadas que preserven las fronteras patrias, que de verdad protejan la vida, honra y bienes de sus conciudadanos y defensora de los derechos humanos.


Colombia no puede vivir por siempre en las tempestades de la guerra. Los Estados y sus gobiernos deben liderar la paz, que no es el caso de la pobre Colombia. Acá el gobierno de turno sigue edificando su perversidad en contra de lo pactado en La Habana. Ha aumentado el universo de víctimas registrado en el Acuerdo de Paz. Los desplazamientos forzados son aterradores. El paramilitarismo está remozado y plenamente activo. No hay garantías estructurales e integrales para la vida de las colombianas y los colombianos. Cientos de líderes, lideresas y signatarios de la paz exterminados. Un baño de sangre, que está bien lejos de parar.


Sin duda alguna, el Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las extintas FARC-EP, es el acontecimiento político más importante en los últimos 100 años. Ningún otro evento ha provocado tanta sensibilidad social y apoyo mundial como lo pactado en La Habana. Claro que no ha sido fácil, ni lo será. Su resolución requiere de un verdadero acto de humanidad y humildad entre las víctimas, victimarios y la sociedad.


Pero no todo es oscuridad. Estamos en momentos de cambio social. La sociedad colombiana debe hacer un pacto por la vida y la paz, independientemente de nuestras diversas concepciones políticas. La paz beneficia a todos por igual, ella no tiene color político, credos religiosos o étnicos. Las calles son escenario de luchas políticas contra los abusos del poder, contra la insensibilidad de quienes tienen la solución en sus manos. La población perdió el miedo, nos movilizamos pacíficamente. La mayoría de colombianos y colombianas somos amantes de la paz, solo que nos falta unidad, solidaridad, haciendo pequeñas cosas que alivien nuestras básicas necesidades.


Colombia tiene que cambiar sus estructuras del Estado, oxidadas y desplazadas por la modernidad, por nuevos conceptos de la vida de más amplia humanidad como las diversidades de nuestro acontecer cotidiano. No podemos olvidar que en una guerra tan larga las heridas profundas sanarán con el tiempo, pero por favor, pido piedad para quienes construyen patria. Para quienes anhelamos un mundo mejor, libres como el viento, que nos llegue la muerte natural o de viejos. Triunfará la razón contra la soberbia, la amistad contra la indiferencia, la colectividad y la ayuda contra el individualismo.


Colombia acaricia hoy una posibilidad de paz que no podemos despreciar. Estamos ante una poderosa opción política de construir la paz, la cual no podemos dejar escapar para nuestros hijos y nietos. Colombia necesita una paz completa, un diálogo abierto del Estado con todos los actores armados. Necesitamos tolerancia, convivencia pacífica, resoluciones civilizadas, consenso donde la palabra y la humanidad marque nuestro destino amable y en paz.


El proceso de paz no se pactó para las extintas FARC-EP. Es una conquista de Colombia para su sociedad. Fue el cierre de una guerra larguísima que nos llevó por los abruptos caminos del dolor y de la desesperanza. Un acuerdo de paz que se mide por salvar vidas. Esto es lo que debemos entender en todos los rincones de la patria: la conquista de la paz estable y duradera, como el más sublime de todos los derechos.


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