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Foto del escritorJack Goldstein

Los límites de la Tierra Prometida

Actualizado: 11 ene 2021









mayo, 2012

Disclaimer: No creo que el islam sea una religión pacífica ni tampoco creo que haya sido simplemente “secuestrado por un puñado de fanáticos”. Estoy convencido que la paz solamente se podrá conseguir después de que al menos toda una generación de árabes haya sido enseñada a tolerar, convivir y a no fundamentar todo argumento bélico en principios religiosos mesiánicos. Estoy convencido del riesgo existencial que implica para nosotros Irán, Hizbollah, Hamas, la Hermandad Musulmana y la ingenuidad de una parte importante del mundo no islámico. Estoy convencido de la fragilidad de los acuerdos con Egipto.


Nuestros principios religiosos son a menudo confusos y siempre sujetos a interpretaciones. Temas como los límites de la Tierra Prometida nunca han sido definidos. Quiera que en nuestros días sepamos establecer con sabiduría y fortaleza las fronteras de nuestro Estado de Israel, un estado democrático y pluralista que garantice la soberanía y derechos de sus ciudadanos y que sirva de hogar para todos los judíos.

No dudo que la intención de un grupo significativo y poderoso del mundo árabe considera que una paz con Israel será apenas un primer paso para luego hacerse con el resto del Estado. Considero absurdo el argumento palestino que supone que todo pueblo no-judío que haya vivido en esa zona, tengamos que considerarlo “palestino” hayan sido canaanitas, filisteos, romanos, bizantinos, cruzados, abasidas, sasanidas o beduinos. Personalmente, me es imposible ir más allá de 150 años para ver cualquier tipo de evidencia de aspiraciones nacionales de parte de ellos. Después de tantas guerras y agresiones tampoco creo en las fronteras de 1967 como punto de partida para futuras negociaciones; sería injusto premiar al enemigo así. Y sí, me declaro furibundo sionista.


Con la intención de evitar que caigamos en belicismos mesiánicos similares a los de nuestros declarados enemigos, considero prudente debatir ciertos conceptos y dogmas que a veces repetimos sin la suficiente contextualización. Esto es prudente hacerlo indiferentemente de la posición que se tenga con relación a los postulados del disclaimer (y a otros más que pudiera seguir listando), de la naturaleza e identidad del enemigo de turno que estemos enfrentando, y la imperiosa necesidad de saberlo enfrentar en sus términos y en los nuestros.





El tiempo de las guerras santas debe quedar en el pasado; las guerras deben ser combatidas con argumentos históricos, jurídicos, pragmáticos, económicos, demográficos y militares. La única Guerra Santa que peleamos fue la conquista de la Tierra Prometida, ordenada por Dios y dirigida contra un grupo de pueblos que ya no existen y que curiosamente nunca nos hicieron nada malo. Fuimos nosotros los agresores, los que hicimos el trabajo sucio de Dios contra unos pueblos que El aborrecía. De ahí en adelante, sólo tenemos el mandamiento de saber pelear guerras contra los enemigos que nos ataquen, que nos quieran exterminar. La diferencia es abismal.




Nuestro pueblo judío se cimienta sobre tres pilares: La Ley de Israel, el pueblo de Israel (valga la redundancia), y la Tierra de Israel. La Ley nos une bajo una Torah así discrepemos sobre su origen e interpretaciones, y así tengamos diversas posturas con relación al Talmud y la Kabbalah, seamos ortodoxos, conservadores o reformistas; seamos karaitas, reconstruccionistas o seculares; o seamos sefaraditas, ashkenazim o mizrahim. Al Pueblo lo venimos redefiniendo sea por línea paterna o materna y reeditamos continuamente la rigurosidad de los procesos de conversión. A menudo es la simple intuición la que nos permite determinar quién es judío, si es que no nos vemos obligados a someternos a las definición que antisemitas hagan de nosotros.


La Tierra Prometida también la intuimos. A la Tierra la veneramos, clamamos y anhelamos por milenios como ningún otro pueblo se ha apegado a ella desde su diáspora. Ensayos de establecer nuestra soberanía en otras latitudes han fracasado miserablemente como fue el caso en Birobidyan, la Pampa, Uganda o Madagascar. Los que desconocieron el vínculo con La Tierra se desintegraron como es el caso de los Karaim-Karaylar. Por otro lado, aun quienes desconocen al Estado de Israel y lo sabotean desde su miopía ortodoxa nunca negarán su relación con la Tierra.

Pero ¿Cuáles son los límites de la Tierra Prometida? En Génesis Dios promete la tierra entre el Nilo y el Éufrates a los descendientes de Abraham. Algunos dirán que eso cobija a los hijos de Hagar tanto como a los hijos de Sarah. Pero en Éxodo narramos la salida desde Pitom y Ramsés, ciudades ubicadas al oriente del Nilo, para “dirigirnos” hacia la Tierra Prometida, en un contrasentido con la premisa del Génesis. Para que las doce tribus llegaran con Moisés y Josué del lado oriental del rio Jordán y se dispusieran a entrar a la Tierra caminando hacia occidente claramente ya estaban entre el Nilo y el Éufrates y lo estuvieron desde que salieron de Egipto. Es decir, el premio de la libertad vino de la mano con una disminución enorme en el tamaño de la promesa territorial (favor tener esto en cuenta para hacer paralelos con la situación presente).


Los límites que en ese momento y de manera poco clara se nos dieron tampoco terminaron siendo exactamente los terrenos que lograríamos dominar. Media tribu de Menashe ni quiso entrar a la Tierra y pidió autorización para establecerse en la actual Jordania. El permiso se le concedió condicionado a que aportaran combatientes para las batallas que se venían. Trescientos años después, y en contravía con lo que está taxativamente escrito en la Tora, nuestros sacerdotes en su sabiduría determinaron reeditar los límites de la Tierra Prometida para hacerlos coincidir con aquellos territorios que el Rey David logró conquistar. David le concedió a Zadok la bendición sobre su eterno linaje sacerdotal, y los sacerdotes lo ungieron como nuestro máximo Rey, bendiciendo también su descendencia para la eternidad y profetizando que sólo de su cimiente vendría el Mesías. Sellaron así un pacto de hegemonías político-religiosas canonizado en nuestra tradición contradiciendo lo que la Tora escribe sobre reyes, Mesías y fronteras.


Correctamente decimos que en el islam no se menciona a Jerusalem ni una sola vez y que sencillamente acomodan extemporáneamente ciertas Suras del Koran a “aquella lejana ciudad”. Pero erróneamente decimos también que Jerusalem está mencionada 666 veces en la Torah cuando en los primeros cinco libros no hay ni una mención a esa ciudad. Para leer de su existencia debemos adentrarnos varios libros en el Tanaj. Hace 3010 años David fundó a nuestra amada Jerusalem donde antes ya existía un sencillo caserío Jebuseo y su altar pagano sobre la cima de lo que hoy llamamos el Monte del Templo. Eso para nada le quita la posición preeminente que la ciudad tiene en nuestra filosofía, identidad y liturgia. Por el contrario, evidencia un vínculo antiquísimo e íntimo, mayor que el que cualquier pueblo registra en los anales de la historia universal.


Durante su momento de mayor belicosidad, los macabeos no tuvieron problema en conquistar territorios al este del Negev, claramente por fuera de la definición de Tierra Prometida que heredamos de Josué, e incluso territorios que David jamás llegó a conquistar. Irónicamente, la declaración de partición del Mandato Británico en 1947 nos adjudicó la parte costanera, el Negev y parte del Galil que son las que menos relevancia histórica tienen para nosotros. Los sitios en Judea y Samaria donde Abraham compró por primera vez un lote en la Tierra, donde están enterrados nuestros patriarcas y matriarcas en Majpela, donde está enterrado Josué, donde Jacob peleó contra el Ángel, todos ellos quedaron bajo soberanía árabe mientras que nuestra venerada Jerusalem quedó definida como ciudad internacional. Y que quede claro: nosotros sí aceptamos esa solución, atreviéndome a poner la mano en el fuego que nadie lo hizo con la intención de luego tomarse por la fuerza la parte que quedó bajo dominio árabe.


Si bien cuando Champolion atravesó ese territorio con sus ejércitos Napoleónicos, registró su asombro ante la desolación y la escasa población existente, tampoco es cierto que el sionismo llegara para entregarle “una tierra sin pueblo” a un pueblo sin tierra. Que la identidad palestina como la conocemos hoy sea una hija bastarda del sionismo es una ironía con la que hoy debemos lidiar. Para firmar la paz con Egipto devolviendo el Sinaí tuvimos que discutir temas estratégicos y también religiosos. El Golán queda al oriente del meridiano del rio Jordán, pero dentro de una zona que alguna vez dominara David.



Para firmar la paz con Jordania, tuvimos que cederle simbólicamente una minúscula zona al occidente de la línea imaginaria que va hacia sur del Mar Muerto hacia Eilat; nadie se quejó entonces ni creo que lo registremos en nuestras memorias colectivas. Y apropósito de Eilat, este balneario claramente no queda dentro de los límites de la Tierra Prometida, pero ¿Acaso alguien duda que sea parte del territorio israelí? Antes de 1980 (y ni siquiera durante los trece años posteriores a la Guerra de los Seis Días) nosotros no repetíamos ningún “dogma de fe” que dijera que “La eterna capital de Israel” es “una, única e indivisible”. Por el hecho de discutir ahora una posible administración compartida de la ciudad y el Monte del Templo no estamos “olvidándonos de Jerusalem” ni creo que se nos disloque la diestra o se nos pegue la lengua al paladar como clamara en su momento el profeta. Para el caso, tenemos el ejemplo de nuestros sabios del siglo II (los mismos que compilaron la Mishná) quienes negociaron con los romanos irse expulsados de Jerusalem a cambio de poder quedarse estudiando en Yavne. Irónicamente, estos sabios son hoy venerados especialmente por aquellos ultra-ortodoxos sionistas quienes no quieren tolerar la simple discusión de negociar tierra por paz.






El mismo espacio geográfico en pleito ha albergado a diferentes pueblos durante diferentes tiempos. Con seguridad puedo decir que ninguno con el apego, celo y relevancia de nuestro pueblo. Ningún otro pueblo lo ha edificado, sembrado y hecho florecer como nosotros. Pero seguramente también hay que considerar que llegará el tiempo en que el mismo espacio habrá que negociarlo con otros. Ojalá podamos llegar a ese momento, así sea imperfecto, y así el arreglo no sea del todo placentero para todos, y encontremos a un enemigo que sepa respetar y negociar; que también sepa ceder y que aporte junto con su tropel de fanáticos aliados las garantías que merecemos y que el resto del mundo también nos debe brindar.





Cuando llegue ese momento, por fantasioso que suene hoy, ojalá también sepamos establecer una soberanía viable y defendible para garantizar a su vez nuestro futuro como pueblo. Ojalá sepamos recordar que La Tierra Prometida no tiene ni ha tenido límites claros, que hemos sabido vivir con diversas fronteras, que Jerusalem es de la época de David y que Dios nunca le habló a Moisés de ella; que vivimos en Jerusalem muy bien bajo el dominio de Ciro y muy mal cuando nos dio por pelear contra Roma. Ojalá también sepamos cederle al Mesías su prerrogativa para reedificar el Templo y reorganizar las mezquitas que hoy ocupan su espacio y no nos anticipemos a su misión.


Nuestros principios religiosos son a menudo confusos y siempre sujetos a interpretaciones. Temas como los límites de la Tierra Prometida nunca han sido definidos. Quiera que en nuestros días sepamos establecer con sabiduría y fortaleza las fronteras de nuestro Estado de Israel, un estado democrático y pluralista que garantice la soberanía y derechos de sus ciudadanos y que sirva de hogar para todos los judíos.






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