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Foto del escritorJack Goldstein

Religiones: los cambios no son transitivos



 

El judaísmo es una religión demandante que preceptúa a la persona en su existencia a diferencia de otras, oferentes, que satisfacen a la persona en la vida

 

Por el rabino Fishel Szlajen

Lejos de analizar los cambios en la Iglesia Católica, coyunturalmente referidos a la bendición de matrimonios o parejas homosexuales pero aplicable a cualquier otro de similar tenor, el propósito aquí es dar luz a la falaz demanda de quienes pretenden análogas reformas en el judaísmo.

 

Si bien por religión hoy se racionalizan y objetivan diversas manifestaciones o creencias respecto de lo salvífero o venerativo, el teocentrismo legal judío no se define reduciéndose a ellas, sino que se constituye en el deber institucionalizado de rendir culto a Dios mediante el cumplimiento de su corpus legal llamado “Halajá” regulando las acciones y actitudes en todos los ámbitos de la vida individual y colectiva. Así, el vocablo hebreo “dat”, traducido tardíamente por religión, refiere bíblicamente a una normativa, similar al latino “religio”, escrupuloso en el “ritus” o regla y su cumplimiento, opuesto a “neglego” o negligente.


El judaísmo, como fenómeno histórico desde al menos 3500 años, es una realidad colectiva organizada y materializada en el accionar nomocrático en común de la Torá como factor objetivo diferencial de otros pueblos, cumpliendo con el deber y finalidad de rendir culto a Dios. Y si bien no todos los judíos viven acorde a la Ley, aquí la referencia es al judaísmo, similarmente a una sociedad como entidad basada y organizada en leyes que la rigen y constituyen, no implicando que toda su población las cumpla, habiendo incluso quienes las desconocen. El judaísmo así es una religión demandante que preceptúa a la persona en su existencia a diferencia de otras, oferentes, que satisfacen a la persona en la vida.

 

En la religión demandante la fidelidad preceptual conductiva constituye su marco axiológico, mientras que en la religión oferente es la fe su fundamento derivando en ciertas conductas. Y esto se refleja lingüísticamente por el vocablo hebreo “emuná” o “fidelidad” a una Ley más allá de lo que aconteciere, contrastando con el latín “fides” como “confianza” en términos de operatividad entre la convicción/acción de un sujeto y su recompensa o castigo. Si bien el judaísmo permite cumplir la Ley con ánimos de recompensa, dicha dispensa implica per se un deber y finalidad ulterior que es la obediencia por el sólo reconocimiento de Dios como tal. De aquí, que la revelación de Dios al pueblo judío sea en el desierto y en formato de Ley, a diferencia por ejemplo del cristianismo surgido dentro de una civilización con un marco jurídico dado, y con formato de dogma de fe.

 

Así, en el cristianismo, la fe en su salvador es la condición para ser redimido, mientras que en el judaísmo la redención depende del permanente e inagotable deber preceptual cuyo pleno cumplimiento no sólo no se garantiza, sino que es imposible por cuanto la Torá es divina y su sujeto, humano, nunca pudiendo rendir el merecido culto a Dios. Pero esta incompletitud redentora no invalida el deber de esforzarse perseverando en la obediencia sino incluso se lo demanda (Shulján Aruj, Oraj Jaim, 1:1); amando a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, aun si mueres en ello, y con todos tus medios (Deuteronomio 6:5 y Talmud, Brajot 54a). Luego, la forma de vida esforzada en la Ley no es instrumental sino la misma finalidad, rendir culto a Dios, tal como lo expone Maimónides en su Guía de Perplejos 3:51.

 

Así, en la religión demandante el sujeto es instrumental a la finalidad preceptuada por Dios, y cuya satisfacción es el mismo cumplimiento del deber y no su consecuente acontecer personal; mientras que en la religión oferente la divinidad es instrumental en función de satisfacer al humano en sus necesidades psicológicas o espirituales, siendo el hombre el centro de la visión religiosa y la divinidad en función y al servicio de aquél.

 

Epicentros de ambas religiones así lo manifiestan.

 

A) La Sujeción de Itzjak, donde Dios prueba a Abraham demandándole que sacrifique a Itzjak, su único y amado hijo con Sará, fruto del pacto que Dios ahora estaría cancelando unilateralmente. Pero Abraham cumple rescindiendo todo valor interhumano en pos de Dios, siendo su siervo incondicional independientemente de lo que suceda. Por ello, Dios, impidiendo finalmente el sacrificio mediante un ángel le dice a Abraham, “pues ahora sé que eres temeroso de Dios y no Me has rehusado a tu hijo, a tu único” (Génesis 22:12).

 

B) La cruz, donde no sólo la misma divinidad deviene hombre, sino que además muere sacrificándose para redimir a la especie humana dado que, por causa del sacrificio expiatorio de Jesús en la cruz, aquellos que ponen su fe y confianza sólo en él para la salvación tienen la garantía de la vida eterna. Así, manifestando una divinidad subordinada al hombre renunciando ante la naturaleza humana conformando así un humanismo religioso.

 

Luego, la religión teocéntrica preceptúa al hombre a cumplir su deber en el mundo, rendir culto a Dios por su propia divinidad, y cuya pregunta es: ¿A qué estoy obligado para ello? Y donde la consecuencia personal es irrelevante ya que se decide a priori obedecer. Este deber es estático, no muda acorde a los cambios del hombre en sus necesidades o intereses debido a que el sujeto, individual o colectivo, no es la finalidad de los preceptos. La única modificación posible reside bajo la intención del cumplimiento preceptual, siguiendo la metodología jurídica pertinente, legislando así respecto de las nuevas realidades, descalificando a priori todo cambio por iniciativas antropocéntricas. En este sentido el correlato jurídico del “haremos y escucharemos” (Éxodo 24:7), no condicionando lo conativo a lo cognitivo, se expresa en los códigos legales judíos donde siempre el tratado “Oraj Jaim” o “Forma de Vida” antecede al “Ioré Deá” o “Enseñarás Conocimiento”. Mientras que la religión antropocéntrica es una de satisfacción o gratificación de un hombre ya redimido, concibiéndolo en función de sus incumbencias las cuales son mudables por sus diversas coyunturas, siendo el hombre su finalidad inmutable y cuya pregunta es ¿en qué me contenta la religión? o ¿qué me brinda?

 

En el judaísmo, el hombre no es un valor per se y su significado sólo deviene del cumplimiento de la Ley (Eclesiastés 12:13) y como reza además la plegaria en Iom Kipur diciendo “no hay diferencia entre el hombre y la bestia porque todo es vanidad, Tu diferenciaste al humano desde el principio y lo reconocerás parado ante Ti”. Así, lo recto y bueno es lo que es a los ojos de Dios (Deuteronomio 6:18). Luego, el sujeto regla su deontología preceptualmente y no persiguiendo deseos, intereses, consideraciones o necesidades (Números 15:39-40). Y si bien el “amarás a tu prójimo como a ti mismo, Yo soy Dios” (Levítico 19:18), comanda el deber para con el otro, esto no es por el hombre como tal sino debido a que Dios así lo ordena, tal como invoca el versículo.

 

Es por eso que, todo argumento para adicionar, suprimir o modificar el corpus legal judío basado en variables desiderativas, coyunturales, sociales o nacionales, no tiene sentido ni significado. Allí, el sujeto estaría rindiéndose culto a sí mismo o a lo que dirige las modificaciones implementadas, tergiversando la Torá para beneficio y satisfacción de sus intereses, profanándola, desvirtuando el judaísmo asimilándolo a una doctrina secular u otra religión contrariando el “puse a Dios delante mío siempre” (Salmos 16:8).

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