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Foto del escritorJack Goldstein

Entre la luz y la oscuridad

Por Nicole Levy Eidelman


Era una tarde de octubre, una más de las muchas que llevábamos en cuarentena. Me empezaron a doler mucho las piernas y la garganta, y fui a la clínica para hacerme una prueba de COVID 19 la cual salió positiva. Mi primera reacción fue: ¿COVID positiva? "Como puede ser si no salí de mi casa en ocho meses". Minutos después me acordé que si había salido unos días antes, a hacerme unos exámenes en la clínica y me habían pedido que me quitara el tapabocas. Entre el shock y la incertidumbre de cómo podía haberme contagiado, me aislé, mantuve la calma y me repetí varias veces: "tus hermanos tuvieron COVID y salieron bien, además eres una persona joven y nada tiene por qué complicarse". Qué equivocada estaba cuando 48 horas más tarde mi mamá salió positiva y empezó el viacrucis de mi vida. Recuerdo la primera vez que la llevaron a urgencias, y yo me quede

esperando el resultado de sus exámenes desde la distancia, en cuarentena, en mi cuarto y con una impotencia indescriptible. Pasaban los minutos que parecían horas y finalmente los análisis salieron bien y no tenía neumonía. Pude volver a respirar, un respiro que me duró 48 horas, hasta que su oxigenación pasó deliberadamente de un estable 90 a un 84. Entre lágrimas de temor y desesperación me negaba a creer que oxigenaba 84 y por medio de un teléfono, le pedía se hiciera la

prueba varias veces creyendo que había un error. No había ningún error y unas horas después se la llevaron a urgencias. Esta vez los segundos eran eternos, yo no paraba de llamarla, y solo quería estar a su lado para darle la mano y decirle que todo iba a estar bien. Tras 24 horas de su estadía en la clínica, la mandaron a la casa con reposo. ¿Reposo? Me pregunté. Ella lo que necesita es un buen médico.

Llamé a un neumólogo que se convirtió en mi aliado, le mandó

varias medicinas diferentes, le mandó oxígeno domiciliario y me pidió

que lo llamara cada dos horas para ver cómo oxigenaba. Para bien o para mal y tras mi sueño fallido de haber estudiado medicina, me convertí en su médico en casa, más que un médico un sargento que le pedía al pie del reloj que se tomara su medicina y su oxigenación. Cada vez que metía el dedo en el oxímetro se me paralizaba el corazón y me temblaban las manos, ya que el médico me había dicho que si bajaba de 82 tendría que correr a urgencias y posiblemente entubarla. Una y mil veces sentí que no podía con la desesperanza, con el sufrimiento, y con el dolor. El miedo invadía mi cuerpo y en momentos sentía como me arrancaba el corazón. Y es que si, no hay nada como la relación entre padres e hijos, esa relación que me hacía pensar que si alguien tenía que complicarse era yo. Le rogué a Di-s que nos cambiara de lugar, le imploré que mi mamá estuviera bien, leí todos los rezos que me sabía y los que no también. Pensaba, rezaba, y miraba hacia el cielo desde mi balcón, un cielo azul que para mí era oscuro. Todos esos días eran sombríos, por más de que en un momento estuviera oxigenando más o menos bien siempre existía una vocecita que me decía "ahorita está bien, pero no sabemos en cinco minutos". Mi mamá me dio lo más importante: la vida. Si tuviera que escoger entre ella o yo, sin pensarlo dos veces, siempre la elegiría.

Pasaban los segundos, minutos, y horas y lo único que quería era abrazar a mi mamá. Estábamos tan cerca pero tan lejos con una pared que nos dividía. Pasando por lo mismo, pero que no era igual. Yo me preguntaba sobre su vulnerabilidad y por la mía propia. Sobre nuestra existencia en sí. Cómo podría seguir viviendo si algo le pasase sabiendo que yo le pegue un virus potencialmente mortal? Cómo era posible que después de ocho meses cuidándome había accedido a quitarme el tapabocas? Como había sido tan bruta? La culpa, la ansiedad y el desespero me invadían y lloraba con mi papá o en silencio. Cuando hablaba con mi mamá me hacía la fuerte y como si nada estuviera pasando.


Si hay algo que no me dejó sola durante esos quince días fue esa "vocecita" la típica vocecita del ángel y el demonio, del bien y del mal, de que nada es cien por ciento seguro en la vida y que nunca se sabe lo que pueda pasar. Esa vocecita que en ocasiones todavía se aparece para recordarme que la pandemia no se ha acabado, que hace que me tiemblen las piernas cuando alguien me trata de saludar de beso o se acerca demasiado, que me hace leer el número de contagiados del día y sentir empatía y dolor por los nuevos contagiados y por los que no tuvieron la suerte de contar su historia como mi madre. Esa que hizo que no perdiera la fe y que confiara en Di-s.


Quince eternos, inigualables, y angustiosos días después mi mamá y yo salimos de cuarentena para enterarme de que mi nana también tenía COVID pero no me habían querido contar para no ponerme más nerviosa. Todas nos recuperamos para poder seguir en este maravilloso camino de la vida, recordando y agradeciendo a Di-s, a nuestras familias, y amigos (que me escucharon y ayudaron cuando la culpa no me dejaba respirar). Esto me deja una lección de vida sin precedentes y me hace darme cuenta una vez más la guerrera que tengo como mamá. Todo fue tan fuerte en esos días críticos que me di cuenta cuan guerrera soy y lo heredé de ella. Si hoy le preguntan de su experiencia con el COVID les dirá entre risas: "leve, yo podía respirar muy bien". Siempre con esa tranquilidad que la caracteriza.


 

Nicole Levy Eidelman nació en Bogotá, Colombia. Es una periodista apasionada por escribir y contar historias.

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