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Sobre el Fracaso


Por Ariel Bacal

“Los dioses condenaron a Sísifo a hacer rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con alguna razón que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”.



El trabajo sin éxito, inútil y sin esperanza debe ser fruto de un nuevo gozo silencioso, en el que la paciencia y la capacidad de volver a levantarse, de reinventarse, es la última prueba del éxito. En donde el castigo que los dioses le impusieron a Sísifo es más bien una condición que tenemos todos: pararnos a empujar la roca, que regresa de nuevo al mismo sitio y, ante ese fracaso, volver a empujar

Así empieza Albert Camus su ensayo sobre el mito de Sísifo que comencé a leer en estas mañanas densas de pandemia. y aprovecho para lanzarme a una reflexión, quizá algo desordenada y sin sentido, pero espero que algo quede. Uno de los retos que tenemos en nuestra sociedad es cambiar la actitud frente al fracaso. Saltar de una cultura de la culpa (con su connotación religiosa de pecado) a una cultura de la destrucción creativa, es clave para el desarrollo de nuestra economía. Pero, sobre todo, para el de nuestra existencia. Ya en el siglo pasado el economista austriaco Joseph Schumpeter desarrolló toda una teoría de la destrucción creativa. En resumen, esta es la necesidad que tienen las sociedades de lograr de la manera menos traumática la destrucción creativa de proyectos poco rentables para permitir el surgimiento de ideas novedosas que ayudarán a la economía a ser más eficiente.


Esta idea de destrucción y creación ya se podía ver en el hinduismo, en donde Shiva es la diosa de la creación y a la vez de la destrucción. La diosa de la destrucción creativa. Mi interés es la parte más íntima del fracaso. En momentos en los que la depresión alcanza cifras de epidemia, es importante hablar del fracaso de manera abierta y en el contexto en el que más se da y duele, en el de los negocios. El fracaso nos enseña a ver la desnudez de nuestra realidad. Es la forma que tiene la vida de decirnos que paremos de soñar por un momento y nos demos cuenta de que nuestra condición humana nos lleva inevitablemente a equivocarnos, a fracasar y, por ende, es la mejor medicina contra nuestra arrogancia. La mente nos lleva a pensar que conocemos, entendemos y dominamos la realidad; nuestros éxitos pasados nos hacen creernos semidioses que entendemos todas las reglas de causa y efecto. Y que con solo una intuición que nos venga a la mente, podemos hacer que la realidad se convenza de que tenemos razón. En ese momento es solo el fracaso el que nos lleva otra vez a entender que realmente no entendemos.


“El triunfo del verdadero hombre surge de las cenizas de su error”, nos recuerda Pablo Neruda en su poema No culpes a Nadie, y sigue. “No te amargues de tu propio fracaso ni se lo cargues a otro, acéptate ahora o seguirás justificándote como un niño. Recuerda que cualquier momento es bueno para comenzar y que ninguno es tan terrible para claudicar” Y es que el fracaso es para saborearlo o, mejor dicho, para rumiarlo, masticarlo, escupirlo y repetir el ciclo como las vacas, llevándolo a nuestra mente. No para buscarle algún tipo de justificación, sino para ir haciéndolo parte de nuestro ADN y convertirlo en el azúcar de nuestra experiencia; en la gasolina que necesitamos para volver a comenzar. Contrario a todo esto, lo que terminamos haciendo es tragarlo, no compartirlo, esconderlo en el subconsciente. Ahí radica el problema. En una sociedad que endiosa el éxito en la que todos buscamos el santo grial de la felicidad absoluta, nadie quiere oír de fracasos. Es como la lepra en tiempos bíblicos: todos sabían que existía, pero estaba prohibido entrar en contacto con ella, pues impurificaba. No es así, es el fracaso el que purifica y es lo único que realmente enseña.


Del éxito no aprendemos nada, solo nos llena de vanidad. Pero, como dice Nassim Thaleb, “El conocimiento negativo (lo que está mal, lo que no funciona) es más robusto al error que el conocimiento positivo (lo que está bien, lo que funciona". Dicho de otra manera, lo que funcionó para Richard Branson o Steve Jobs puede o no funcionar para usted, es difícil saberlo. Pero es muy probable que lo que no funciona para cualquier emprendedor tampoco funcione para usted”. La invitación es a que rumiemos como las vacas nuestros fracasos, los mastiquemos o regurgitemos (¿qué tal la palabrita?) y volvamos a tragar. Emborrachémonos del fracaso y hagámoslo parte de nuestra existencia, de nuestra felicidad. Una felicidad sincera que nos haga dueños de nuestro propio destino. No ese concepto cursi y dulzón de la felicidad rosada y ridícula que hemos cultivado durante siglos.


El trabajo sin éxito, inútil y sin esperanza debe ser fruto de un nuevo gozo silencioso, en el que la paciencia y la capacidad de volver a levantarse, de reinventarse, es la última prueba del éxito. En donde el castigo que los dioses le impusieron a Sísifo es más bien una condición que tenemos todos: pararnos a empujar la roca, que regresa de nuevo al mismo sitio y, ante ese fracaso, volver a empujar. Así, ser dueños de nuestro propio destino y entender, como termina Camus, que “La lucha para llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.


Ariel Bacal es Economista de la Universidad de los Andes Bogota Colombia, candidato a MBA en Northwestern Kellogg School of Management, y es experto en manejo de crisis empresariales y sesgos cognitivos.





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