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El Derecho a Ofender



Por Oded Guttman

El pasado 16 de octubre, Samuel Paty, un profesor de historia y geografía en una escuela secundaria en las afueras de Paris, fue brutalmente asesinado. La causa de este crimen atroz fue que Paty había ejercido su derecho a la libertad de expresión: como parte de un ejercicio pedagógico, mostró en su clase las caricaturas del profeta Mahoma que en el 2015 había publicado la revista Charlie Hebdo y que en su momento resultaron en un ataque terrorista contra los caricaturistas. Cabe anotar que, por lo que sabemos, no había en esta actividad escolar ninguna intensión de insultar al islam o a sus alumnos musulmanes, el objetivo era utilizar estas caricaturas y su significación histórica como herramienta para fomentar una discusión sobre la libertad de expresión. Pero algunos se sintieron ofendidos profundamente. Esta actividad escolar desencadenó quejas de un padre de familia de origen musulmán, de ahí una espiral de histeria en redes sociales que culminó con un individuo, un terrorista, tomándose la justicia en sus manos con el brutal asesinato.


En muchas sociedades democráticas la amenaza o la incitación a la violencia no están protegidas por las leyes de libertad de expresión

Este incidente es uno de tantos que nos ponen a pensar sobre donde deben trazarse los limites a libertad de expresión. No es un debate nuevo y es uno con muchas aristas y matices. Empecemos con una aclaración. En muchas sociedades democráticas la amenaza o la incitación a la violencia no están protegidas por las leyes de libertad de expresión. Acá, pues, no estoy hablando de estos casos; me quiero enfocar en esa zona gris donde si bien ciertas formas de expresión son legales hay argumentos morales legítimos en favor y en contra.

Muestro mis cartas de frente, mi posición en este debate está más del lado de quienes consideran sacrosanta la libertad de expresión, es decir que en casi todos los casos la carga de la prueba recae sobre quienes quieren restringir este derecho; y creo que este derecho, en muchos casos, también se extiende al derecho a ofender.

En el 2007, el entonces presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad fue invitado por la Universidad de Columbia, a una discusión con el rector de dicha institución. La controversia fue monumental. La principal critica era que es inmoral darle una plataforma a alguien que profesa ideas aberrantes, en el caso de Ahmedinajad, la negación del holocausto y sus intensiones genocidas frente a Israel. A pesar de las protestas el evento tuvo lugar. La defensa para otorgarle esta plataforma a Ahmedinajad no era que sus ideas fueran merecedoras de respeto. Su posición como jefe de gobierno de un país importante internacionalmente hacia relevante rebatir y cuestionar sus grotescas ideas como un acto de interés público.

Ahora volvamos a este nefasto 2020 donde hemos tenido otro incidente relevante en el debate de las zonas grises de la libertad de expresión. En junio, James Bennett, el editor de opinión del New York Times fue forzado a renunciar a raíz de la controversia generada por una columna de opinión del senador republicano Tom Cotton. La columna de Cotton, en esencia, argumentaba que las fuerzas armadas debían salir a la calle para imponer ley y orden, y contener las protestas generadas por el brutal asesinato de George Floyd a manos de la policía. Para muchos, estos argumentos eran profundamente insultantes (“hay que darles bala” es lo que muchos leímos en la columna), más aún cuando la herida del asesinato de Floyd todavía estaba abierta. Al interior del periódico se dio un motín y al final la presión fue tal que Bennett tuvo que renunciar. El argumento para publicar el articulo era que la posición de Cotton como senador confería relevancia e importancia a su opinión, así sus comentarios fueran considerados antidemocráticos y reprensibles. Acá, como en el caso de Ahmedinajad, considero que el interés público primaba y que la columna de Cotton debió ser publicada y, de ahí, pasar a criticarla y rebatir sus argumentos.

Mucha tinta se ha derramado desde entonces, incluyendo una importante carta en la revista Harper en julio, firmada por intelectuales y escritores americanos de todos los colores y sabores, sobre los excesos de la llamada cultura de la cancelación, especialmente en lo que se refiere a la libertad de expresión (vale la pena releer la carta). La cultura de la cancelación despierta pasiones de lado y lado del espectro político. Una de las áreas mas controversiales gira alrededor del concepto del lenguaje como instrumento de violencia y opresión, y de ahí que sectores tradicionalmente vulnerables reclamen proteger el derecho a tener lugares seguros (“safe spaces” en ingles) donde ciertos temas o términos son vedados pues lesionan emocionalmente y son traumáticos (por ejemplo, el “N-word” en ingles, un término incontrovertiblemente denigrante y ofensivo para los afrodescendientes). Esta tendencia tiene fuerte presencia en universidades y en otras instituciones.

Me encuentro en este debate entre los que ven mas excesos que méritos en esta cultura de la cancelación; la veo como un remedio incorrecto para problemas que son ciertamente reales, por ejemplo, para combatir el racismo sistémico o desigualdades de genero. Veo con preocupación que se van estableciendo ortodoxias rígidas, que se empobrece el debate público pues el costo de decir lo equivocado es astronómico (puede llevar al final de una carrera profesional o a ser atacado sin piedad por la turba de las redes sociales), y que en algunos casos extremos se va por el camino de una homogeneidad de pensamiento que raya en lo totalitario.

Vuelvo a donde empecé. No creo que haya una línea de causalidad, ni mucho menos, que conecte los excesos de la cultura de la cancelación con el brutal asesinato de Paty por parte de un terrorista islámico. No, el argumento es que la libertad de expresión es esencial para la salud de una sociedad democrática y libre, y hay que defenderla venga de donde venga el ataque, ya sea la violencia física o la censura. Y en algunos casos, el precio de proteger la libertad de expresión es que también tenemos que salvaguardar el derecho a ofender.

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