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La última caminata de los abuelos. Parte 2



Por Harry Adler

Ion Antonescu fue un militar y político rumano, que gobernó el país con poderes dictatoriales desde septiembre de 1940 a agosto de 1944, en estrecha alianza con las fuerzas del Eje.


Continuando la narración, y recalcando que toda esta información fue obtenida del libro del profesor Lomnitz, a comienzos de 1941 Antonesco hizo un acuerdo secreto con Hitler, mediante el cual las tropas alemanas podrían atravesar el territorio rumano cuando habrían de violar un pacto que su país tenía con Stalin para invadir conjuntamente a la Unión Soviética a través de Ucrania.


A cambio, Rumania recibiría una tajada de este último país, territorio al que Hitler, irónicamente, bautizó como Transnistria, en alusión a la Transilvania que Rumania había tenido que regresar a Hungría. Era un territorio con tres millones de habitantes, incluidos unos 300.000 judíos. La ciudad principal era Odesa, un importante centro intelectual ídish.


Ese 22 de junio comenzó la Operación Barbarroja. En agosto, Antonescu ya tenía establecido su gobierno en Transnistria, bajo la idea de transformarlo en un centro agrícola. Pero además le serviría como un campo de limpieza étnica, buscando eliminar a los judíos en regiones como Besarabia, Bucovina y Transilvania. Se trataba de una política de exterminio sistemático que precedió a la “Solución Final.”


Las marchas de los judíos de los pueblos de Besarabia a Transnistria fueron una tortura de principio a fin. De acuerdo con una citación que hace Lomnitz:


“Las masacres rumanas carecían de organización tecnológica: no había cámaras de gas ni crematorios, ni políticas para procesar cadáveres. No se usaba el pelo, ni los dientes, ni la grasa con propósitos industriales. Golpeaban a la gente hasta que perdían su fuerza y sucumbían, o la sofocaban en carros sin ventilación. Los más selectos fueron fusilados mientras marchaban en columnas, para vender su ropa.”


Los soldados rumanos entraron a Nova Sulitza el 7 de julio de 1941, y fueron recibidos con banderas por los residentes cristianos. Ese mismo día comenzó un progromo de tres días, cuando fueron asesinados 975 residentes. La mitad de las casas pertenecientes a familias judías fueron quemadas.


Los sobrevivientes fueron concentrados en una fábrica mientras eran registrados, al igual que a los judíos de los pueblos aledaños. Una vez fichados, los que pudieron volver encontraron que todo había sido saqueado, en parte por sus antiguos sirvientes con quienes habían vivido en paz por generaciones. El 27 de julio se les informó que tenían que cerrar sus casas y entregar las llaves a la policía, y que partirían solamente con los enseres que pudiesen cargar.


El 29 comenzó la peregrinación a Transnistria, lo cual marcaba el final del pueblo judío de Nova Sulitza. Los abuelos, junto una pariente política cuya madre enferma estaba impedida para caminar, con otros miembros de la familia cuyos nombres habrían de desaparecer, y otros 5.357 judíos, fueron obligados a emprender el camino.


A diferencia de lo sucedido con casi todas las deportaciones de Besarabia y Bucovina, en el camino hasta el pueblo de Ataki, justo antes de entrar a Transnitria, no hubo muertos gracias a que el jefe de la policía se preocupó por su supervivencia, razón por la cual fue enérgicamente recriminado. Pero al pasar por los pueblitos, la caravana era recibida por la población cristiana con insultos e intentos de golpes buscando como robarles.


Al llegar a ese pueblo, los alemanes, que estaban del otro lado del río Dniéster, se negaron a aceptar más deportados, por lo cual fueron obligados a marchar de regreso a un bosque donde los tuvieron acampando durante cinco días. Comenzaron las muertes por hambre y por agotamiento, pero aún no aceptaban que enfrentaban un proyecto de exterminio; se aferraban más bien a la idea que iban a ser reubicados. Pero cuando llegaron al río, algunos vieron que había cientos de cuerpos asesinados en la orilla, y comenzaron a entender a qué se enfrentaban.


Obligados entonces a regresar a Besarabia, fueron estacionados durante una temporada en la ciudad de Edinetz (el pueblo de donde era oriunda mi madre, Sonia Yanovich de Adler,) en una granja cuyos pozos habían sido contaminados a propósito por la población rumana. Empezaron a morir de a poco, unos seis diarios, hasta finales de agosto, cuando los asoló el tifo, que comenzó a llevarse entre veinte y treinta diarios.


En octubre 10 comenzó la parte más terrible de la marcha. Fueron separados en dos grupos, uno de los cuales hicieron regresar a Ataki. En estos caminos muchos fueron asesinados, unos fusilados por la tropa para ir reduciendo su número, y otros por campesinos para robarles.


En una zona montañosa, y ya en pleno invierno, los guardias rumanos abandonaron a la gente para refugiarse del frío en las casas vecinas.


De acuerdo con otro testigo:


Allí murieron otras muchas personas: la gente se transformaba en columnas de hielo, y corrían desesperadamente para tratar de evitar el congelamiento. Los sonidos del viento, las voces de la gente congelándose, y los gritos de las víctimas del saqueo, todos mezclados en un infierno indescriptible.”


Y cita igualmente una crónica de Yad Vashem:


La mayoría de los judíos deportados de Nova Sulitza fueron fusilados por gendarmes rumanos. Los que sobrevivieron fueron exiliados a los campos de Bershad y a Obodovca.”

De acuerdo con el relato de la pariente, una de las pocas sobrevivientes, y quien compartió con los abuelos toda la travesía, fueron a parar al campo de concentración de Bershad. Ella sobrevivió al holocausto, emigró a Venezuela, y finalizó sus días en Israel.


Cuenta que en el camino, y en los campos, todo se negociaba. Dormían en graneros o establos abandonados, y el frío de ese invierno fue especialmente cruento, con temperaturas hasta de menos cuarenta.


Ese invierno mataría a la mayoría de los judíos de Bershad. Y también los mataría a ellos. Como había médicos entre los deportados, pero no medicinas, se sabe que la abuela murió de disentería. Poco después murió el abuelo de tifo. Los lanzaban a una fosa común que se cubría de nieve. El hielo hacía imposible enterrar a los muertos, y quedaron así, en esa fosa, cubiertos de nieve, insepultos.


Ion Antonescu con Adolf Hitler



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