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A eso le llaman Soberanía




Por Omar Bula

El multiculturalismo, elogiado por su promesa de enriquecer a las sociedades con una multitud de perspectivas, tradiciones y prácticas culturales, ha sido defendido por muchos como un camino hacia una comunidad más vibrante y diversa.


Otros dicen que la exposición a diferentes culturas fomenta la tolerancia y la comprensión y promueve la integración, reduciendo estereotipos y prejuicios.


En lugar de promover la adopción del idioma, las costumbres y las tradiciones entre los nuevos residentes, estos gobiernos han decidido dar prioridad a las identidades culturales de los recién llegados sobre las identidades históricas de sus naciones.

Para Cándido de Voltaire, todo esto sería probablemente una verdad absoluta. Su disposición a aceptar todas las explicaciones que le daban, a pesar de su incoherencia, hubiese sido terreno fértil.


Hoy por hoy, con base en las premisas del multiculturalismo y la migración sin restricciones, la afluencia de migrantes de diversos orígenes culturales a Europa ha dado lugar a graves choques culturales y ha sacudido las entrañas mismas de varias naciones del continente.


Frecuentemente relacionados con diferencias en creencias, valores y normas sociales, estos choques entre inmigrantes mayormente de origen musulmán con las poblaciones locales no han hecho sino empeorar a raíz del conflicto entre Israel y Hamas.


Observar la presencia de multitudes de musulmanes en las calles de Londres, Bruselas o París realizando sus oraciones ha llevado a muchos ciudadanos a preguntarse si sus países, culturas, valores y estilos de vida están en peligro de desaparecer.


Paradójicamente, el mismo multiculturalismo que el movimiento globalista tanto predica y que supuestamente enriquece a la sociedad se ha convertido en una espinosa fuente de tensión.


Debido al menosprecio total del proceso de integración por parte de los gobiernos de corte globalista (principales promotores de las fronteras abiertas), la migración al continente europeo también ha dado lugar a la aparición de grupos étnicos con un alto grado de autonomía en los países anfitriones.


En lugar de promover la adopción del idioma, las costumbres y las tradiciones entre los nuevos residentes, estos gobiernos han decidido dar prioridad a las identidades culturales de los recién llegados sobre las identidades históricas de sus naciones.


La ex ministra del Interior del Reino Unido, Suella Braverman, quien salió abruptamente del gabinete del Primer Ministro Rishi Sunak debido, según se informa, a sus posiciones con respecto a la inmigración incontrolada, tachó el multiculturalismo de "dogma erróneo" que no ha logrado integrar a los extranjeros en sus nuevos países.


En una reunión reciente sostenida en el American Enterprise Institute en Washington, Braverman fustigó la política de fronteras abiertas y dijo que la integración "inadecuada" y el multiculturalismo habían sido una "combinación tóxica" para Europa.


Por otro lado, el Primer Ministro sueco, Ulf Kristersson, declaró a principios de mes que "la inmigración masiva y la escasa integración sencillamente no funcionan".


Suecia ha sido uno de los países que más migrantes per cápita ha acogido en la Unión Europea. Hoy por hoy, según las cifras de gobierno sueco, las personas nacidas en el extranjero representan alrededor de una quinta parte de los 10,4 millones de habitantes del país.


A pocos les sorprenden los choques culturales y la inestabilidad política que se están generando en varios países de Europa; como se dice coloquialmente, se veía venir.


Apretujar a una multitud de personas de todos los rincones del planeta en un país extranjero y esperar que funcionen como una comunidad orgánica de individuos con intereses compartidos no solo es ingenuo - es imprudente y peligroso.


Lo que las premisas cándidas del multiculturalismo han logrado, en realidad, es socavar los valores compartidos que unen a estas sociedades y desafiar los pilares fundamentales de la cohesión de sus estructuras sociales.


Lejos de tratarse de resistirse al cambio o a la riqueza inherente al intercambio cultural, se trata de permitir que los miembros de una comunidad cultural determinen si ese cambio contribuye a su estabilidad, progreso y bienestar, o si socava sus creencias, moral, cohesión social y, principalmente, su identidad nacional.


A eso le llaman: soberanía.



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