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Una idea inesperada

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Por Fanny Wancier Karfinkiel

Gerardo se levanta cada mañana con un esfuerzo endemoniado como si un camión le aplastara las costillas. Después de temblar bajo la ducha fría se cubre con una camisa blanca, un pantalón de drill, se calza, se pasa la peinilla, se fija el pelo con gomina y se pone una chaqueta de paño a rayas gris oscuro. Repitiendo en voz baja “otra vez la misma vaina”, incómodo cae en cuenta que ha olvidado afeitarse. Se afeita, se ensucia un poco la camisa, se seca palmeándose el rostro y anudándose la corbata se dice en silencio “esta vez me salió bien”.


A continuación, con una cajita de jugo de naranja y una mogolla en la mano izquierda, bebe con la derecha una taza de café instantáneo. Preso de un malestar al que no logra acostumbrarse regresa a su habitación, susurra “pa qué tanta lucha todo cambia menos yo” y recoge el maletín negro que hace años lo acompaña.


Sale del apartamento, toma el bus, se cuelga de la varilla del techo y cual sardina en lata llega dos horas más tarde a la fábrica de bocadillos de guayaba.


Baja del bus a empujones, camina una cuadra, entra en la bodega, marca tarjeta, se dirige al casillero, guarda la corbata cuidadosamente doblada, se acomoda el chaleco amarillo y un casco del mismo color.


Listo para organizar la bodega, descargar bocadillos, cargar y alistar pedidos, separar la mercancía averiada, almacenar la buena y atento a cumplir las órdenes de su jefe inmediato, se dice entre dientes “se hace lo que se puede”.


Ni teniendo con quien abriría la boca para contar que un verraco miedo había intentado matarlo. Como sardina en lata, colgado de la varilla del techo del bus y faltando tan solo dos cuadras para acomodarse el chaleco amarillo y el casco del mismo color, un mareo acompañado de asfixia, dolor en el pecho y un malestar que no se ajustaba con nada lo habían tumbado al suelo del bus. “Si no es una cosa es otra”, se repetía a si mismo desde aquel día.


Herido en su dignidad, sin poder asociar la experiencia al estrés o a su estilo de vida, abatido se preguntaba de dónde salía aquel pánico sin nunca había faltado al trabajo, se tragaba lo que despreciaba, renegaba en silencio de lo virtuoso y lo vicioso, no disentía ni afirmaba. Si llevaba una vida donde el único exceso era la falta de variedad y la ausencia total de matices.


A fuerza de preguntarse “será que estoy loco”, un anhelo comenzó a colorear aquel terror con pinceladas de añoranza, y a partir de entonces dedicó buena parte de su tiempo a recrear la crisis de pánico que lo había obligado a sentirse distinto. Con el fin de entender indagó, observó, leyó, se informó y, abandonando la desalentadora sentencia “todo cambia menos yo”, decidió investigar a fondo su peculiar e inesperada idea: “qué rara es la mente y sus laberintos”. A fin de cuentas, estaba agradecido.

1 comentario


andrperez
03 oct

Fabrica de bocadillos, que palabra de recuerdos. Ya hace tiempo que no pruebo en bocadillo de guayaba.

Ese apócrifo me traslada en pensamientos y recuerdos de aquella Bogotá, en las mañanas de gente aglomerada en los buses buscado el día a día de su vida.

Aquí en Gush Dan (incluye Tel Aviv, Petach Tikva, Ramat Gan y otros) hay tráfico en las mañanas, más no tan "maluco" y ninguna comparación con nuestra Bogotá, seguro, mucho más seguro en todo aspecto. Pero "entre aquí y allá" no quedaría mal un bocadillo de guayaba :).

andrperez@gmail.com

Bogotano, Israelí, aba (אבא), baal (בעל), oved (עובד), javer (חבר), jovesh (חובש רפואי מתנדב) voluntario...

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Radanita (en hebreo, Radhani, רדהני) es el nombre dado a los viajeros y mercaderes judíos que dominaron el comercio entre cristianos y musulmanes entre los siglos VII al XI. La red comercial cubría la mayor parte de Europa, África del Norte, Cercano Oriente, Asia Central, parte de la India y de China. Trascendiendo en el tiempo y el espacio, los radanitas sirvieron de puente cultural entre mundos en conflicto donde pudieron moverse con facilidad, pero fueron criticados por muchos.

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